jueves, 19 de abril de 2012


Puede resultar altamente especulativo y sin demasiado fundamento probatorio, pero es bastante razonable pensar que el primer elemento que cubrió parcialmente un cuerpo humano no estaba hecho con piel de animal ni con derivados vegetales. Me refiero a la primera actuación consciente con la que un individuo quiso ofrecer a la mirada de los demás un aspecto diferente al que la Naturaleza le había otorgado, una actuación con la que aquel sujeto no sólo se transformaba, ocultando parte de su cuerpo, sino con la que además se adornaba y es probable que pensara incluso que, de alguna manera, se protegía de amenazas exteriores a él. Este tipo de actuaciones han pervivido hasta la actualidad con un significado diferente. Fue el primer arte y fue un arte efímero con fecha de caducidad incorporada: el tatuaje. Antes de dibujar y pintar con colores en las paredes de las cavernas y en los huesos de animales, el ser humano marcó sobre su piel señales con las que probablemente pretendió resaltar algún tipo de diferencia personal respecto de los restantes individuos de su grupo. Las primeras marcas debieron ser impremeditadas y casuales: roces con piedras y ramas espinosas, heridas producidas por arañazos o caídas… Pero a la vista de las huellas dejadas, temporal o permanentemente, por esas involuntarias cicatrices y contusiones no debió tardar en aparecer la idea de ocasionarse huellas voluntarias siguiendo determinadas formas: un aspa, un círculo, unas líneas paralelas, una espiral…, formas sencillas en un comienzo, y cubrimientos totales o parciales con superficies alteradas cromáticamente en una fase posterior.
Con ello el sujeto tatuado cubría y ocultaba su aspecto natural, se vestía con una intervención artificial que le presentaba de un modo deliberadamente buscado y, como consecuencia de lo anterior, se in-vestía de una capacidad para sugerir a quienes le miraban que él era él, sí, pero que no era sólo él, sino también alguien que a través de su apariencia transmitía un significado que debía ser descifrado. Dicho significado actuaba como seducción y como misterio. Seducción por el inesperado encuentro con una terrible (y, en ocasiones, hermosa) mutación de la apariencia natural del otro y misterio porque el sentido último de esa mutación no resultaba explícito ni obvio para quienes lo contemplaban, sino que exigía especular sobre él, sobre su origen, sobre su capacidad de aviso o de protección, sobre las singularidades de quién lo portaba… Lo exterior era interpretado como signo de algo interior.
Esos tatuajes constituían un lenguaje artificial con un vocabulario gráfico que iba más allá de lo que mostraba y que, sucediera lo que sucediera, acompañaba siempre a su portador, no le era arrebatable salvo que se le arrebatara también la vida. Después vinieron a sumarse a los tatuajes otras funciones, como la pertenencia a algo o a alguien, el ornamento, el rango o estatus, etc., pero en origen la intención era la de mostrarse diferente (pero superior o mejor) a como en realidad se era.
Posteriormente, con la necesidad de protegerse del frío y el calor, más la aparición del sentido del pudor, los tatuajes se combinaron con prendas construidas con elementos obtenidos de la Naturaleza que ocultaban o descubrían las marcas sobre la piel. Exactamente igual función a la del tatuaje ha cumplido la ropa que hemos vestido, hasta hoy. Esas acciones creativas y transformadoras sobre la piel humana, de una parte, saltaron después a los muros cavernarios y de ellos fueron a las paredes de las casas edificadas y finalmente a los lienzos pictóricos, pero de otra parte se transformaron en textiles que se adherían a la piel, con parecidos poderes de singularización del sujeto, pero sin necesidad de hacerle sangrar.
Durante la etapa colonial de los siglos XVIII y XIX se identificó “lo salvaje” con los cuerpos marcados de gentes en sociedades africanas o del Pacífico Sur, pero todos los seres humanos nos hemos “vestido” así en algún momento. De hecho, el hombre de Ötzi encontrado en un deshielo alpino llevaba un conjunto de tatuajes en la muñeca izquierda, dos en la zona lumbar de la espalda, cinco en la pierna derecha y dos en la izquierda. Se trata de pequeños grupos de tres o cuatro rayas paralelas que no forman un dibujo reconocible.
Comparativamente, la ropa que vestía Ötzi era muy sofisticada e incluía una capa, un chaleco y zapatos tejidos de cuero, eso sí, unos zapatos impermeables, diseñados aparentemente para caminar a través de la nieve; construidos usando piel de oso para las plantas del pie, piel de ciervo oculta los paneles superiores y una red hecha de corteza de árbol. La hierba suave rodeaba el pie y el zapato, y funcionaba como un calcetín. Aunque hoy se nos escape su función, la elaboración de las marcas epidérmicas en Ötzi fue comparable en intención y trabajo a la fabricación de sus zapatos cuya funcionalidad sí conocemos. Así pues, marcas en la piel y vestiduras aparecen juntas en el primer europeo del que tenemos constancia física, e igual imporancia se muestra en algunas momias egipcias de épocas anteriores. Durante milenios la piel del cuerpo artificialmente manipulada y una segunda piel artificial convenientemente adaptada al cuerpo convivieron.
El antecedente más remoto de una pintura de Alselm Kiefer y de un vestido de Alexander MacQueen son dos rayas cruzadas y sangrantes hechas -a propósito y con determinación- utilizando una espina dura o un hueso astillado sobre la piel de un individuo hace 50.000 años.


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fuente:  http://www.cristobalbalenciagamuseoa.com/blog/?p=291